martes, 21 de septiembre de 2010

Julia

Con la calma de la medianoche, me quité los anteojos en cámara lenta. Los apoyé al costado de la computadora. Me apreté el entrecejo con el pulgar y el índice, no sé si dolía, pero es lo que se debe hacer cuando uno se quita las gafas. Miré una vez más la pantalla, fruncí la mirada, las letras parecían gruesos renglones y las palabras habían desaparecido, del escrito y de mi cabeza. No podía seguir. No quería hacerlo. Miré el reloj, me enfurecí al darme cuenta de que era más temprano de lo que pensaba. En el fondo deseaba que fuera tarde para poder echárselo en cara. Pero sólo habían pasado nueve minutos desde la última vez que hice el mismo ritual de los anteojos. 
Me levanté, fui hasta la cocina a buscar algo. Cualquier cosa que hiciera correr el tiempo. Mandarina o banana. La mandarina requeriría más atención. Me senté entonces a llenarme los dedos de olor a verdulería y se me humedecieron como si hubiese nadado una hora entera. Aproveché y lloré unos segundos. Como si la fruta me hiciera de justificativo. En eso sentí el ascensor y me agarré el pecho con la palma mojada. Quieta, inmóvil, muerta, parecía muerta. Aguardé diez segundos sin respirar. Veinte y comencé a contar. Veintiuno, veintidós, veintitrés. Paré. La remera ya estaba impregnada de mandarina. No podía cambiar la posición. Se me heló el cuerpo. Si me movía quebraría mis huesos. Permanecí estática durante quién sabe cuánto tiempo, con la mano en la clavícula, la otra en el plato sucio, las piernas tiesas y la mirada perdida en el zócalo del comedor. 
Poco a poco fui perdiendo la intención y comencé a deslizarme por la silla, como quien va derritiéndose. Terminé inerte en el piso, sin saber qué hacía. Seguí contando los segundos, pero el ascensor no se volvió a oír. Al menos no, durante el tiempo que tardé en dormirme.

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